
Un día de lluvia cualquiera como el de hoy, podría ser el mismo que lloró las gotas de mis ojos. Fue la misma lluvia la que arrasó con mi diminuto amor.
El, podría ser como cualquier ser vivo nacido bajo el cielo infinito. Pero cuando respiró la primera bocanada de aire estuve allí, frotando su cuerpecito frío y sintiendo su tenue llanto lastimoso. El sabía que yo estaba a su lado, ayudando al Dios poderoso a devolverle su pequeña vida.
El tiempo de su fugaz existencia fue mi enano sol. Agradeció cada gota de vida devuelta en mis manos. Festejaba mi presencia con su esencia tan llena de torpeza para expresar amor, tan puro amor y tan poco cerebro...
Cuando por momentos nadie reparaba en mi persona, él seguía mis pasos haciendo carreras con mi sombra. Yo corría tras su color canela y él jugaba a las escondidas para arrancarme sonrisas. Yo dirigía un circo con sus malabares y él era feliz con mis aplausos. El comprendía mis tristezas sin hablarme y yo leía sus necesidades en su mirada de caramelo.
Los días soleados de plazas rebozantes de niños eran su pasatiempo. Recibía enanos al final de los toboganes y aparecía de nuevo corriendo donde comienzan los arco iris y terminan los columpios.

Tuve que ser dura algunas veces, y aunque me costaba mucho, tomé valor para rigoréarlo y también para educarlo. Tuve que forcejear con él para que tomara sus medicamentos y solía resongar cuando lo refregaba con agua y jabón. También le enseñé a cruzar la calle mientras me miraba de reojo, obediente a mi lado y alerta a la par de mis pasos.
Lo extrañe tanto cuando lo llevaron un mes a las montañas! Volví a ser adulta en su ausencia, pues la niña se quedó en la plaza, entre columpios quietos esperando su regreso. Cada vez que llegaba a mi casa buscaba aquel par de ojos fijos y parlantes. Las tardes a mi regreso del trabajo no había recibidas albortadas, y mi mano se quedaba suspendida sin frotar su cabecita. Tampoco tenía a quien darle su comida ni a quién llamar; ya no recordaba el sonido de mis propias carcajadas, ni de mi voz. Había comenzado a sentir su ausencia demasiado temprano...
Pero yo sabía que él era felíz corriendo libre por los prados, tan libre como su corazón incorrompido.
Un día de lluvia como el de hoy, el atropello de un auto le quitó la vida. Esa vida que antes había sido robada del regaso negro de la señora muerte. La libertad de las húmedas montañas no estaba en las calles mojadas de la gris ciudad. Pero él no lo sabía...
Salí enloquecida a buscarlo, llorando sin consuelo al lado un local con la señal de una cruz roja. La gente pasaba indiferente sin comprender el dolor que me aquejaba.
No me animé a ver su cuerpecito pequeño y peludo agonizando. Menos me atrevía a volver a ver su mirada. Me culpo como hoy por no haber tenido valor; solo quería que él supiera que yo estaba a su lado en el momento más solitario de su vida, en el que no había piruetas ni alegría, ni niños, ni aplausos... solo un dolor inmenso que jamás había conocido su ingenuidad animal.
No llegó con vida a la veterinaria.
El era simplemente un cachorro de perro, como cualquier otro, pero con su pequeña existencia había llenado mi alma fugazmente, como estrella del firmamento cruzando el inmenso vació azúl del cielo. Y cuando lo vi por primera vez, pedí un deseo.